miércoles, 14 de noviembre de 2007

MANIFIESTO

Soy vulgar, estoy lleno de sentimientos vulgares, gusto de la televisión, el cómic, la pornografía —oh hermosa pornografía—, canciones populares y corridos
que se mezclan en la tornamesa de los complejos habitacionales, todos los excesos están saciados. Lo digo por convicción.
Vivo en una época vulgar, en un tiempo sin brillo, de expresiones vulgares.
El arte está en las revistas, en los espectaculares que detienen el tráfico, en las envolturas de golosinas y cigarros de diseños sorprendentes.
Los diseñadores gráficos son el emblema del artista moderno.
Cumbre de todas las vanguardias, son la forma más sublime de la vulgaridad.
Los poetas callan.
Quedan sólo sus repetidos ademanes, sus espontáneos berridos.
Toda novedad está pasando o queda como la instantánea del futuro del que ya sentimos nostalgia al leer ciencia ficción.
Lo nuevo es un engaño.
Lo original es sólo una mirada constante al pasado.
Los patrones de elegancia impuestos por la moda y los medios son vulgares.
La vulgaridad es una condición perfecta del socialismo; aquí todos somos vulgares, sin importar nuestra clase social.
La raza nada tiene que ver con ser vulgar. En esto todas las razas se igualan.
Nunca se es lo suficientemente vulgar para ser admirado por el vulgo.
Ser absolutamente moderno es ser absolutamente vulgar.
Ser absolutamente moderno es estar pasado de moda.

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A BORGES

a Virgilio frente al Palatino Monte
a Heráclito en su múltiple cauce erguido
a Cervantes frente al sueño del Hidalgo
a ti Averroes, en el laberinto del lenguaje
a Dante frente a los círculos del sueño
a Chesterton de bastón gastado y artilugio
a De Quincey con su opio y huestes de asesinos
a Mateo y Marcos que buscaban la primicia
al verbo de San Juan
a Shakespeare met the night mare
al horroroso espejo
al tiempo circular del Eclesiastés
al sol del tigre en la página de Blake
a los de Góngora raudos torbellinos
al paraíso: Alejandría soñada
a los dones que me roba la ceguera
a ustedes les digo:
I can get no satisfaction

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MÁS QUE VER el otoño,
el traje sastre de las mujeres,
la camisa de fuerza,
siento un nido de hormigas en los ojos.
La sangre permanece inmóvil frente a los escritorios.
Hay altas ventanas de cristal antes del estallido
y conmutadores de odas beligerantes,
al otro lado de la muerte,
dictan un breve memorando para una cita ineludible.
Papel en blanco,
conejillo de indias que muere en la prosa nuestra de cada día:
por medio de la presente,
mi muy estimado señor,
le dejo las cartas y los oficios de esperar,
joyas del suspenso de los departamentos administrativos.
Pero el paraíso es no salir nunca al sol,
cuidar un sueldo,
el café,
los cigarros,
el viático frugal de un guiño.
¿Para qué entrar en la calle
—último bastión de la aventura—
y con la noche inventar una navegación peligrosa?
Pero no río,
no encuentro en las cosas un eco,
nada me pertenece,
de todo soy cautivo.
Hace falta recuperar el cuerpo,
reconstruir los sentidos del asesino,
la fuerza de la bestia,
ser el dueño único de un crimen
y no tener miedo de confesar
que he pasado más horas delante de este monitor
que frente al rostro de la amada.

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